Capítulo 4. Flush flush
Creo que ya te anticipé que, en su segunda vida, Guillermo tuvo varios asideros que lo llevaron en volandas hacia la senda de una felicidad plena y tan consciente como novedosa. El suyo no es un fenómeno aislado. Un gran porcentaje de personas que, como él, entran de pleno en una vida nueva fruto de la desconexión de las almas, buscan ese tipo de agarraderos para avanzar. Unos lo encuentran en el senderismo, otros en los bailes de salón y otros en el coleccionismo de obras del barroco novohispano de los siglos XVII y XVIII; Así, todos ellos lo hacen en alguna actividad que les permite desocupar la mente de pensamientos negativos, rellenándola, al compás, con nuevos retos, personas y anhelos. Todos, salvo los que hacen efecto Tarzán… creo que me entiendes.
Te quiero hablar de los dardos. Sí, se trata de esa actividad tan simple como enviar tres arpones a una diana situada a dos metros treinta y siete centímetros de distancia y a una altura de un metro setenta y tres centímetros del suelo. Lo que hay detrás de tan sencilla actividad es un fenómeno sorprendente: miles de personas compitiendo cada día en cientos de garitos de toda España, alcohol como para veinte bodas, risas, piques, superación y bastante, mucha destreza por desplegar en las diferentes modalidades del juego.
Esos primeros tiempos se unió a nosotros el sobrino de Guillermo 2.0. David era un tipo que siempre mostraba una sonrisa, incluso al disparar sus dardos, con aquella gran potencia con la que los despedía. David. Siempre encontraba la cara dulce a todas las cosas. Salíamos incluso de copas y les tomaban por hermanos. Era el mejor. David.
Nos juntábamos los lunes para nuestra partida semanal de la liga de la FEDE, alternando cada semana, como en todas las ligas de dios, el lugar donde celebrarla: una semana en «campo» ajeno y la siguiente en el nuestro. El Banco se llamaba nuestra cancha de juego.
Para desplegar el máximo nivel de destreza, teníamos la teoría de que la efectividad con los dardos formaba una función gaussiana con el alcohol. Era por ello por lo que, aunque la hora oficial para la disputa de las partidas era las nueve y media de la noche, nosotros comenzábamos nuestro calentamiento particular con la suficiente antelación como para intentar alinear ambas variables de la ecuación en el zenit de la campana inventada por Abraham De Moivre.
Durante cada partida y cuando se acercaba su conclusión, el bar del equipo local agasajaba al contrario con una cena; normalmente se trataba de manjares de muy dudoso gusto, de innegable calidad… baja calidad.
Quedábamos los martes para ver la partida de nuestros otros amigos del club. Lo hacíamos un poco más tarde. Antes cenábamos algo en la terraza del Rocky, el bar de la vuelta de la esquina, jugábamos un par de pachangas y atendíamos a la partida de turno de forma entusiasta. Al finalizar esta, continuábamos con las pachangas hasta que el reloj o la luz de la aurora nos alertaban.
Nos reuníamos los miércoles para jugar la partida semanal de la otra liga, ni me acuerdo de su nombre. En esta, nuestro lugar de juego era un bar trasnochado cuyo decorado estuvo completamente de moda unos treinta años atrás. Recuerdo las mejores tortillas de patata.
Concurríamos los jueves. En caso de que tuviéramos una partida aplazada de algunas de las ligas en las que participábamos, que era un hecho bastante habitual, la disputábamos con la misma energía e ilusión. En caso contrario, el plan se convertía en el mismo de los fines de semana: Rocky, Banco y Honky; capicúa.
Allí, en los dardos, Guillermo 2.0 conoció muchas personas, unas más interesantes que otras. Allí encontró una habilidad desconocida, un nuevo reto. Allí dejó horas, muchas; y en esas horas, su mente desertaba de tribulaciones, frustraciones y fracasos. Allí Guillermo descubrió otras formas diferentes de vivir, otras escalas de valores diferentes en personas dispares. Allí conoció el valor y el auténtico significado de una de las palabras quizás más importantes de la historia. Allí descubrió la libertad.
Las partidas de dardos podían discurrir por la senda de tres caminos. El primero de ellos era el de la victoria; la saboreamos por primera vez después de unos cuantos intentos sin éxito y fue una sensación maravillosa. El segundo era la derrota, que no conseguía afligirnos más de lo necesario; al fin y al cabo, los dardos siempre aportaban positividad. El último de los caminos posibles era el de la trifulca; sí, era bastante habitual que cualquier movimiento de alguno de los adversarios que distrajera al francotirador de turno, cualquier intento de vejación al dar por ganada una partida antes de tiempo o cualquier tiro de algún oponente con el objetivo de ensanchar la distancia en puntos cuando la contienda estaba ya claramente decantada, fueran la chispa que encendía una mecha sin retorno.
Las partidas de dardos siempre, siempre, discurrían por la senda del camino a la risa y la felicidad. La felicidad de la buena.
Ocurrió en la semifinal de Copa KO, esa divertida competición que nos transportaba desde la liga de primavera a la de otoño. Se componían equipos de tres jugadores en vez de cuatro, como era lo habitual. Además, era una competición por eliminación, tal y como su nombre apunta; la última escena de una obra ensayada semana tras semana durante meses, con un decorado estival y luminoso.
Guillermo llegó al local con la antelación suficiente para balancear la conocida función matemática. Santa Teresa con Cola Light, charla, primeras risas, Santa Teresa con Cola Light, partida de calentamiento, más risas, partida, partida, Santa Teresa con Cola Light y, por fin, aparecieron los contrincantes. En total cinco personas: los tres jugadores, masculinos todos ellos, y dos acompañantes, femeninas ellas. El primero era un tipo muy joven, diría que no más de veinte, moreno, de gran estatura; su pelo estaba cortado a lo Cristiano Ronaldo, con una raya pelada hecha con la máquina de afeitar. Solamente bastaron un par de frases en las que dejó caer sendos «ejques» para que Guillermo nos hiciera el primer comentario jocoso, hiriente y divertido; lo hizo en un tono que difícilmente pasó desapercibido para el susodicho. El segundo miembro del equipo contrario era un menudo y simpático personaje. Muy cortés y educado.
¿Y el tercero? El tercero era el mayor de los tres. Contaba con unas treinta primaveras. Entrado en carnes y salido de centímetros, llevaba una camiseta que en algún momento pudo ser blanca. El pantalón gris claro, pasado de talla, de puro algodón pasado, a punto de romperse y de diseño pasado de moda. Al acercarse a saludarlo por primera vez, Guillermo sintió una suave fragancia a «Eau de oignon».
«Chandaleros» los tres, como era habitual en aquel submundo «dardil».
—Chicos, tal y como estamos jugando últimamente, si queremos ganar hoy, creo que tenemos que recurrir a una estrategia de «dispersión» para minarle la moral al cerdo este. —El mensaje de Guillermo era claro; habíamos de utilizar una puerta trasera para competir al más puro estilo de entrenador argentino.
—No jodas, Guillermo, tío. Tengamos la fiesta en relativa paz, que luego pasa lo que pasa —replicó Ferdinand instantáneamente, al tiempo que se llevaba ambas palmas de las manos cerca de su cara, inclinando las puntas de los dedos índice a sus sienes.
—Tranqui, que yo controlo. Simplemente lo digo para ver si consigo sacar del partido a este tipo.
Se inició la partida y, a medida que transcurrían las rondas, una tras otra, se incrementaban tanto la presión de Guillermo sobre el gordito, como la intensidad del aroma de este. Quiso la diosa fortuna que en numerosas ocasiones el turno de Guillermo para su lanzamiento tuviera lugar justo después del portador de la fragancia. Así, en el instante en que se dirigía al punto de lanzamiento, hacía leves movimientos con las manos como para expulsar tan creciente hedor. De ahí pasó a sonarse la nariz cada vez que llegaba su turno, treta que supuso el segundo peldaño que Guillermo subió en la escalera de las malas artes con el contrario.
La partida, incluso contando con tan ridícula estrategia, no iba por un buen derrotero. Perdíamos seis a cuatro y, dado que se componía de un total de quince envites, solamente nos restaban dos jugadas en contra para perder y quedar así apeados de la copa KO.
—¿A dónde ha ido Guillermo?, le toca jugar —pregunté con cierto aire de temor, conocedor de sus maniobras, máxime cuando la Santa Teresa corría por sus venas.
—¿No tendrás algún tipo de colonia o desodorante por ahí en tu bolso? —Guillermo recorría el local preguntando una a una a sus amigas y conocidas. Intentaba conseguir un juguete para continuar su particular desafío.
—Tengo esto —contestó Berta al cabo, mientras sacaba de su bolso un flush flush de colonia barata rellenable y se lo mostraba para su aprobación.
—Es perfecto. Gracias, Berta. Luego te lo devuelvo.
Dicho y hecho. En un intento, tan desesperado como peligroso, de desestabilizar al contrario, a Guillermo 2.0 no se le ocurrió otra cosa que rociar el espacio que aquel dejaba cuando finalizaba su turno de disparo. Intentando incrementar la presión, en cada ocasión rociaba más y más el ambiente, más cerca del personaje y con mayor aire de desprecio en su semblante. Creo que, en alguna de esas ocasiones, el enemigo estuvo a punto de repeler la afrenta al sentir cierta humedad en su rostro. La tensión se palpaba. Todos queríamos que aquello terminara lo antes posible. Para ser sincero tengo que contarte que, por otro lado, estábamos disfrutando de la desfachatez supina de nuestro colega. Era una mezcla de «para ya, que salimos a hostias» y de «me descojono».
Perdimos la partida, estaba sellado. Y, al felicitar al contrario con la debida cortesía y deportividad, Guillermo tuvo que dejar su último legado —raramente Guillermo dejaba escapar una oportunidad de decir la última palabra—:
—Buena partida, tío, pero… lávate un poco, ¿no?
Y de ahí la frase que más veces ha escuchado pronunciar Guillermo a lo largo de sus vidas: «No sé cómo no te han hostiado nunca».
Hubo más. Quizás te cuente qué ocurrió un tiempo después con aquel contrincante que se parecía tanto a Harry Potter.