Capítulo 5. Las reglas
Aquella tarde de sábado todo fue diferente y nunca volvería a suceder algo parecido.
Va otra de citas a ciegas. Como te comenté anteriormente, estas plataformas fueron uno de los picaportes con los que abrí las puertas de la distracción, el amor fácil, el aprendizaje y la felicidad de mi nueva vida.
Tras unas semanas de tumbos, errores y cabezazos en la aplicación, que aún no existía para móviles, fui entendiendo poco a poco cómo distinguir un tipo de candidata de otra —hay personas de tantas formas de ser como insectos en la naturaleza—; me fui adiestrando en el tratamiento que debía dispensar a esas personas en función de sus expectativas y las mías, en el montante de tiempo a dedicarles y en la intuición para averiguar, en unas pocas misivas, sus intenciones y sus anhelos.
Una vez efectuada la búsqueda de las candidatas que reunían las características que a priori resultaban favorables, un único vistazo a la foto de perfil me daba, o no, el impulso para un primer contacto; en ocasiones leía parte de su descripción buscando el manido «amiga de mis amigos», para descartarla de forma automática. Y en los casos favorables, una frase como «holaaaaaaaa tía» o «menuda sonrisa», resultaban suficientes para captar la atención de la persona enfilada.
Y ahí, en ese crucial momento, cuando todo pende de una sensación percibida, podían suceder dos cosas, como es evidente: yo le resultaba gracioso, atractivo o sugerente, en cuyo caso mi destreza con las palabras intentaría hacer el resto; y la otra posibilidad era que mi intento no removiera absolutamente nada en su interior —o incluso le generara rechazo, aunque esto último no creo que sucediera, ¡no faltaba más!—. En el caso de la indiferencia, la consigna era clara para mí: jamás insistir a la candidata por interesante que pareciera; «a otra cosa, amigo, hay cientos», me repetía mientras una asimétrica mueca de sonrisa se dibujaba en mi boca.
Era una tarde de sábado, en las horas previas a la salida habitual con Ferdinand, David y los demás, me imagino. Realicé la búsqueda, repasé las fotos de perfil y fui enviado un toque de atención sutil cuando la ocasión lo merecía. Y apareció. Aquella chica cuyo rostro parecía iluminado por alguna luz celestial. Rubia, pelo rizado cuyo flequillo dejaba despejada su ingente, preciosa y prominente frente. RisaAzul72 era su nick. Ojos azul verdoso, sonrisa de ángel y un fondo de imagen paradisiaca, que me llamaba a adentrarme en ella, como los personajes del video del éxito de los ochenta Take On Me hicieron con aquel cómic.
Esa tarde fue diferente. Puedo decir que me enamoré de tal ilusión y mi intención quedó unida a aquella imagen. La saludé y ella, que estaba conectada en ese momento a la plataforma, tomó también su decisión de inmediato: ni mu. Ni «hola», ni «qué tal», ni «perdona, pero no eres mi tipo». Esperé al día siguiente por si no lo había podido ver, pero nada. Y a partir del lunes, durante unas cuantas jornadas y saltándome todas mis propias reglas, le envié sendas imágenes de una flor por cada día, unidas a un mensaje de chat en la plataforma. Día tras día. Nada, su respuesta fue siempre nada. Podía haberme dicho, de forma educada, que no lo intentara más, pero no; permitió que continuara con mi absurda fractura de los principios y las normas que me estaban guiando por la vereda del moderado éxito.
Mas mi paciencia llegó a su fin de forma cansina, como el maratoniano que se acerca a la línea de meta. The End, se acabó. «A otra cosa, amigo, hay cientos».
Por aquella época, mi segunda vida, en la que yo contaba con tres o cuatro años de edad, transcurría feliz, intranquila, animada y esperanzada. Se sucedía entre el trabajo, mis niños, los amigos y los hobbies, que crecían como la yedra en primavera.
Semanas después de aquel sábado diferente, me encontraba dando vueltas por un novedoso Facebook, en el que aún se añadían amigos casi de forma diaria. Y, revisando comentarios de mis contactos, me encontré con uno de Felipe Llen, amigo y compañero de trabajo, que abogaba por acabar con los cambios horarios de verano-invierno, que le parecían obsoletos. Aquel día también ocurrió algo extraño; algo que nunca antes y nunca después, creo, volvió a tener lugar: pinché en el perfil de Llen y, seguidamente, en el botón de «amigos de Felipe». Allí aparecieron los amigos comunes, los primeros. Y aparecieron el resto de sus amigos en «caralibro». Uno calvo con ojos grandes, una chica albina, un señor mayor que parecía ser miembro de su familia… Una chica rubia, con dorados tirabuzones que permitían distinguir su frente, de preciosos ojos azul-verdoso y en la foto, un fondo paradisiaco. Noté como mi corazón se aceleraba de inmediato; mi mano, que intentaba vencer al súbito temblor que se había apoderado de sus intenciones, trazó a duras penas el trayecto entre la posición de la flecha y aquella imagen angelical; mi boca se secó y un suave frescor se instaló de la parte superior de mi barbilla. ¿Qué probabilidad hay de que una chica del «ligoteo» sea amiga de un contacto mío en Facebook?, ¿qué probabilidad hay de que, siendo así, use la misma foto para el perfil en ambas plataformas?, ¿qué probabilidad existe de que, siendo todo ello de esa manera, yo buscara entre los contactos de un amigo? Pinché.
Rosaura.
¿Qué hacer en este momento?, ¿cómo abordarla?, ¿me haría caso ahora, sabiendo que tenemos un amigo común?
«Hola, Rosaura, ¿cómo estás?, no sé si me reconoces…». Alea iacta est. Así lo dejé y me di a todo tipo de plegarias durante algunos días.
«Tin tin tan to… —suave melodía de Star Wars en el móvil—».
—Hooola.
—Hola, Felipe, ¿qué tal?
—Hombre, Rosita. Muy bien, ¿y tú?
—Bien, bien. Felipe, chacho, ¿de qué conoces a un tal Guillermo?
—Ehhhhh. Me ha dicho Vero que vas a venir a ver a la niña este finde. —Intentaba eludir tan directa pregunta.
—Sí, hace ya mucho que no la veo y me apetece, ¿tendrás un vinito de esos de los tuyos para mí?
—Pues claro, ya sabes que aquí eres una más de la familia. Vero trabaja el sábado por la mañana, creo.
—Sí, sí, lo sé. Llevaré unas papas arrugadas para el aperitivo. ¿Conoces a Guillermo? —volvió a preguntar, dejando entrever una parte de su curiosidad.
—Sí, claro. Es un amigo… éramos compañeros en PAS. ¿De qué lo conoces?
—No, bueno, es… Me han hablado de él y, como ya sabes que todo el mundo intenta colocarme a sus amigos… parezco una guagua que recoge los desperdicios de todo el mundo. Ja, ja, ja.
—Es un buen tío, pero creo que no cuadra contigo; no pegáis ni con cola.
Así me contaron su conversación, de veras que no recuerdo cuál de los dos, meses después.
Me contestó y me añadió a Facebook. A partir de aquel momento una recién adquirida inseguridad se apoderó de mi intención. No sabía si proponerle un café o si dejarla que fuera ella quien cayera por sí misma en mis brazos bajo el influjo de mis irresistibles encantos. Tuve algunas conversaciones con ella, pero ninguna llegó a nada. Y de cuando en cuando le preguntaba por la posibilidad de tomar algo… nada. Pasadas unas semanas de ese primer lejano acercamiento, mi obsesión con ella aumentaba a la vez que decrecía mi esperanza de conseguir algo más que conversaciones intermitentes y vacías. Entonces cambié de estrategia: dediqué un tiempo a conocer bien a Rosaura, con los medios de los que disponía. Llen no me ayudaba; de hecho, me dijo varias veces que la que era amiga de su mujer no era mi estilo; siempre sospeché que lo que me quería decir en realidad era que ella no estaba a mi alcance. Al ver que muchos, casi todos sus posts hablaban de pádel, me decidí a crear un nuevo grupo en Facebook para organizar partidillos sueltos. Fracaso total. Conseguimos organizar uno, un único día; tres jugadores, que es quizás el peor número para organizar nada de pádel, si exceptuamos la posibilidad de organizar partidos de una persona. Jugamos uno contra uno y nos turnábamos para descansar. Un horror.
Con la determinación que me caracteriza y lejos de darme por vencido, di un paso más: organizaría un torneo. Un torneo mixto, por supuesto. Inscripciones, reservas, cuadrantes, trofeos. Todo perfecto. Le pedí a Rosaura que fuera mi pareja de baile y lo conseguí, aunque fuera de segundo plato. Llegó el día, domingo mañana, en un pequeño club de San Sebastián de los Reyes, donde yo recibía clases en aquel momento. Pero antes de eso, la tarde anterior, sufrí una microrrotura de mi abductor derecho que me hacía imposible participar. ¡Qué desastre! Consigo organizar un torneo y atraer su atención, consigo que juegue conmigo y justo la tarde antes, en el calentamiento de mi partido de fútbol de los sábados, crash.
—Rosaura, buenas, ¿cómo estás?
—Hola, Guillermo. Bien, ¿ready para ganar mañana? —Podía intuir su sonrisa a través del móvil.
—Por eso te llamo. No voy a jugar, me he lesionado hoy y no puedo casi ni andar.
Silencio.
—¡Ostras, chacho! ¿Y ahora, qué hacemos? —inquirió, oscureciendo súbitamente su tono de voz como se oscurece el tren al entrar en el túnel.
—El torneo se mantiene. Yo iré. ¿Puedes buscar a alguien que me sustituya?
—¿Ahora?, ¿cómo voy a encontrar a alguien ahora?
—Lo siento, Rosaura.
El torneo se celebró; fue un éxito. Rosaura y su compañero quedaron segundos. Hubo entrega de trofeos y comida posterior con el grupo de sus amigos —los míos fueron por otro lado—, en la que me dedicó alguna sonrisa, o al menos eso quise entrever yo. Llegaron el buen tiempo y su hermana mayor a Madrid. Alicia, unos años mayor que Rosaura, tenía una dulzura y un candor especiales; esos que tienen las personas con cierta discapacidad mental. Organicé un segundo torneo y con la excusa de ir a comprar juntos los regalos para los ganadores, conseguí quedar con ella una primera vez, sin chándal.
«Ahí lo tienes, chaval», me dije. La tarde se presentaba perfecta. Se presentaba ideal, hasta el momento en que leí su mensaje en mi móvil:
—Guillermo, no te importa si viene Alicia, ¿no?
—Por supuesto que no —contesté, al tiempo que maldecía mi suerte.
La tarde fue como esperaba; fue perfecta. Compramos, reímos, fuimos a tomar algo a la terraza del Rocky y de vuelta las dejé en su casa. El primer paso estaba dado. Llegó el torneo y jugamos y nos reímos. Quedamos terceros.
La amaba sin saberlo, sin querer saberlo.
A partir de ese día me invitó a jugar en algunas ocasiones en la cancha de su urbanización. Recuerdo la mañana que jugamos contra dos amigos suyos, Natalia y Fidel. Después de la contienda, llegamos a abrir hasta cinco botellas de vino, bebimos y comimos; comimos y reímos; reímos y cantamos; cantamos y bebimos. Y, tras horas de diversión fácil, volvimos a la cancha con el perjuicio propio del alcohol en las venas. Las risas, que no nos cabían en el alma, salían de nuestro pecho sin freno. Nos sorprendió la noche primaveral tomando más vino, derrochando carcajadas. En ese momento sentí que Llen se equivocaba en sus augurios.
Mas y mejores torneos, más quedadas, mas risas, más y más complicidad.
Esa otra tarde, en la que quedamos de nuevo los tres —Rosaura, su hermana Alicia y yo— fue, también, diferente. Yo me sentía flotando en un ambiente de ingravidez. Nos mirábamos de una manera especial, de esa manera, sí. Hasta Alicia, con la ingenuidad que la caracteriza y en un momento de esos de silencio ensordecedor, me miró fijamente y me dijo: «tú quieres ser novio de Rosaura, eh». Sentí subir la temperatura de mi rostro de forma súbita. Volvimos, y cuando nos acercábamos a su casa, unimos nuestras manos —entonces yo conducía un A3 automático—. Sentí una especie de electricidad que me recorrió la mano, el antebrazo y llegó a mi entrepierna. Estaba en una nube, pero aún no tenía todas las fichas del juego en el bolsillo. El trayecto de tres calles se me antojó eterno, creía que no terminaría nunca, esperaba que no finalizara jamás.
Llegamos, y ya en la puerta de su urbanización, Rosaura ralentizó sus movimientos mientras Alicia se bajaba del auto. Me besó. Estuvimos juntos más de tres maravillosos años.
Como diría Sabina: ¿emociones fuertes?, buscadlas en otra canción.