Capítulo 7. Pasteles y tortas.
Había sándwiches, había canapés, había queso y jamón, de los buenos, había refrescos y también había vino tinto de Rioja.
Llamé a Ferdinand el día anterior para ver qué tal estaba y para preparar el fin de semana con antelación, puesto que mi expareja, la madre de mis dos hijos, me había cambiado el turno y me encontraría libre.
—Me han invitado a la fiesta anual de un grupo editorial —le comenté después de los saludos de rigor—. En esas fiestas hay mucho ambiente, me han dicho.
—Qué buena pinta, ¿no? Aunque el mundo de la literatura, así desde fuera, me parece un pelín coñazo. Y ¿qué vas a hacer?, ¿irás? Quizás haya «chavaleo».
—Creo que sí, a las dos: creo que iré y creo que habrá «buen ambiente». De hecho, estará aquella chica catalana que te conté; de ella han venido las invitaciones.
—Pero solo la conoces de una reunión de trabajo, ¿no? —preguntó extrañado.
—¿Y? —fue toda mi respuesta.
Llevábamos los pases a nombre de otras personas que habían declinado asistir, pero no tuvimos problemas para entrar. Fer le soltó un par de gracias al chico que había en la puerta y este ni se fijó en que en uno de ellos figuraba Marta Suárez como invitada. Era la templada noche del último jueves de junio y el lugar perfecto: una larga sala con iluminación tenue y sugerente que invitaba al coloquio, a la reflexión y a la sintonía entre los asistentes que parecían haber llegado, todos, antes que nosotros. Para favorecer esa sintonía, había múltiples pequeños sofás y pufs de diferente formato, inteligentemente colocados aquí y allá.
Deambulamos por aquel lugar reconociendo todos sus rincones y a todas las personas, como si fuéramos sabuesos. Pedimos un par de cervezas y saboreamos las primeras viandas que trajeron los camareros, una vez transcurrido un rato desde nuestra llegada.
Lo que descubrimos pasado otro lapso de tiempo más, fue una segunda estancia al aire libre, que estaba comunicada por una pequeña y medio escondida puerta de cristal. Cuando tomábamos la dirección de aquella terraza, que parecía decirnos «salid, venid, que aquí hay más ambiente», sentí una palmada en mi hombro. Al darme la vuelta, la vi; allí estaba; ella, que me miraba con ojos ansiosos y abiertos, como esperando una palabra concreta. Ni idea de quién se trataba.
—Guillermo, ¿qué tal estás?
—Mmmm bien, ¿tú, qué tal? —contesté mientras dibujaba una leve sonrisa en mi boca, intentando no parecer descortés.
—No sabes quién soy, ¿verdad?
—Perdona…
—Amelia. ¿Recuerdas?
—Sí, esto, bueno…
—Amelia Island. ¿Ahora sí?
—¡Ostras, Amelia!, ¡qué bueno!, ¡cuánto tiempo! —repuse, realmente asombrado.
—Sí, sí. Cierto.
—Muy bien, todo bien. ¿quince años?, ¿veinte?, ¿cuánto tiempo ha pasado?
—Pues sí, algo parecido. ¡Qué ilusión! ¿Qué haces en esta fiesta? —preguntó con bastante carga de asombro, también.
—Me han invitado. Es que colaboramos con la editorial en algunas iniciativas de gamificación.
—¡Hala! ¡Qué chulo!
—Y tú, ¿tú por qué estás aquí?
—Dejé la informática —decía, al tiempo que me guiñaba un ojo—. Y después Filología. Ahora soy escritora.
—¿En serio? ¡Joder, tía, qué envidia! —exclamé con admiración.
—Bueno sí, es muy enriquecedor, pero no es oro todo… —Sus ojos dejaron ver cierta frustración en ese momento.
—A mí me gustaría escribir y creo que no lo hago mal del todo —repuse con entusiasmo—. Oye, dame tu número y hablamos mañana, que me están esperando, ¿vale?
Retomé el camino del aire libre, en el que me estaba esperando Ferdinad.
—¿Era esa la que me dijiste?
—No, no. Ya te contaré lo de esta chica. Fui su jefe hace mil años. Vamos a la terraza, que la de Barcelona estará allí.
Salimos. La temperatura era perfecta. Madrid es un laberinto que te atrapa y del que a veces no puedes escapar; te mata y te da la vida; te embelesa y te abruma; te ama y te odia; la odias y la amas. Es difícil de explicar. Pero lo cierto es que hay pocos lugares como Madrid para disfrutar de la primavera. Me encanta el olor a caca de vaca en el césped en primavera; me trae el recuerdo de la maltrecha cancha de baloncesto frente a la escuela que nos tentaba para saltarnos las clases y jugar aquellos partidos tres contra tres a una sola canasta, la única que tenía aro. Salimos a la terraza y los diferentes corrillos, organizados espontáneamente en torno a un barril cada uno de ellos, parecían animados; bastante más animados que los corrillos indoor. Saludamos a los asistentes aleatoriamente, esperando alguna mueca de respuesta. Casi nada.
Y resultó que en el último de los barriles estaba Dolors, mi contacto. Me vio y, haciendo un gesto con la mano levemente levantada a sus contertulios, dejó la charla para saludarnos. Según se acercaba, me gustaba más y más. No era especialmente guapa, pero resultaba atractiva. Pelo oscuro, muy oscuro, cambiante y con cierto grado de asimetría que le quedaba genial y le daba un aspecto jovial y divertido. Unos diez o doce años menor que yo. Me sonrió y cuando llegó hasta nosotros le presenté a mi amigo. Una brevísima charla y sus disculpas para volver a su lugar de coloquio fue todo lo que obtuvimos de ella… por el momento.
Seguimos oteando el lugar y, finalmente, hicimos piña en el círculo más cercano a la salida, donde estaban una señora de pelo amarillo, dos jóvenes pintorescos, un chico de unos treinta y cinco que portaba una singular pajarita en el pescuezo y una pareja de maduros que parecían liderar la animada charla. Estuvimos un buen rato allí. Yo tenía a Dolors de frente, pero lejana y no le quitaba ojo. Fue de esas escenas en las que te parece que la otra persona te mira sin parar, dado que, cada vez que fijas tu vista en ella, su mirada se cruza con la tuya. Siempre acabas valorando si esa otra persona también está pensando que, igualmente, tú no cesas de observarla. Me era indiferente en realidad; no estaba yo para tonterías, así que me levanté, indiqué a mis contertulios que necesitaba hacer una visita al excusado y dirigí mis pasos con celeridad hacia la mesa de la catalana morena. Me vio y quise atisbar cierta tensión según me acercaba. Fui por detrás de la mesa y, cogiéndola con firmeza el brazo, la saqué de allí.
—¿Se puede saber qué haces, tío? —Alzó la voz, frunció el ceño, habló con seriedad.
—Te hago un favor, es un coñazo ese grupo. Quédate aquí conmigo.
—Estoy trabajando, ¿sabes? Aquí están mis clientes.
—Ya bueno, pero yo te invito a un gin-tonic. —Mi sonrisa intentaba serenar unos ánimos que se habían acalorado en un solo instante.
—Déjame.
«Ostras, la cagué», me dije con la misma sensación que tengo cuando, al mus, mi oponente me ha visto el órdago a pares portando duples de reyes. Perdí. Volví al barril donde permanecía el grupo con Ferdinand quien, al ver el gesto de contrariedad en mis ojos, abrió enormes los suyos, mientras arqueaba las cejas y juntaba los labios en clara señal de game over. En cualquier caso, mi segunda vida no estaba diseñada para bajar los brazos, así que, tras tres entristecidos segundos, volvimos a la charla y a las risas fáciles.
Llegó el final y nos fuimos, no sin antes dar cuenta de los pasteles con los que cerraron el catering. ¿Y las tortas? Paciencia.
Envié un mensaje a Dolors al día siguiente y su respuesta no me pareció ni inquietante ni impregnada en enojo. Incluso me comentó que en dos semanas tenía que volver a Madrid. Uno, dos, tres, quince días y allí estaba yo ese viernes a las tres de la tarde en la puerta de su hotel, esperándola para ir al concierto de bandas sonoras en las Ventas al que la había invitado —en realidad, la entrada la había comprado para otra… persona, pero, saltándome mis principios de conducta asertiva, hube de inventarme una excusa con aquella y así cambiar de acompañante—. Antes pasamos por mi casa. Pintaba bien la historia finalmente. El recital tenía previsto su inicio a las nueve de la noche, de forma que teníamos tiempo de conocernos un poco más.
Una copa de vino en el salón, besos, arrumacos y ¡a la cama! ya desnuditos los dos.
—Supongo que tienes condones —la interrogué súbitamente entre un beso y otro, con una mezcla de seguridad, pavor y esperanza.
—¿En serio? No me lo puedo creer. Pues no. No te creo.
—Te lo digo, tía. Ni me he dado cuenta.
—¡Joder, Guillermo! Y ahora, ¿qué hacemos? —me presionó como el inspector al sospechoso.
—Dame un minuto que lo arreglo.
Me vestí, salí de casa dejando a mi casi desconocida compañera en la cama en pelotas y caminé presuroso a la farmacia de la esquina, en la calle de atrás. Días después, Dolors me confesó que temió lo peor: «Ahora viene con tres matones», «y, ¿si entran sus hijos?» o «quizás no vuelva» fueron algunos de sus temores. Volví y volvimos al lío. No es que fuera un as en esas lides, pero me tenía por un amante original e interesante. Mas cuando pasé a mayores, tras otros minutos de recalentamiento mutuo, ella me paró en seco.
—No, no. Eso no.
—Perdona, tía. ¿Qué pasa? —pregunté con aire de preocupación.
—Tengo hipersensibilidad en el clítoris y no me puedes tocar.
—Ah…. ejem… lo siento —conseguí balbucear—. Y ¿entonces?
—Puedes usar los pliegues de la piel de alrededor, pero no directamente.
«Ja ja ja, ¿esto que es?» pensaba, mientras intentaba seleccionar un gesto de transcendencia e incluso de preocupación.
—Vale, no te preocupes. Pero avísame si eso, por favor.
Seguimos y la cosa no fue mal, pero tampoco muy bien. Y a mí, algo contrariado por los acontecimientos y llegando al pico más alto de la más alta montaña rusa, se me ocurrió preguntar:
—¿Qué quieres que te haga?
Me miró con una suave sonrisa que me embriagó, esperó un par de eternos segundos y pronunció:
—Pégame en la cara.
—¿Qué dices, tía? Estás de coña, ¿no?
—¿A ti te parece?
Zas. Le di en su mejilla derecha un leve tortazo. Debo confesar que me produjo cierto placer
—Pero, tío —me dijo, dibujando un gesto de dureza—. ¡Fuerte!
ZAS ZAS ZAS. «¡Ostras como mola!», pensaba mientras mi carricoche se acercaba a la cima de la montaña
ZAS ZAAAS ZAAAAAAAAAASS y comencé la triunfal bajada.
Mientras me duchaba, mi cabeza no paraba de dar vueltas centrifugando mis ideas: «Y si esta chica está metida en algún rollo raro o si me denuncia… hay que seguir, Guillermo, tío».
Fuimos al concierto. De nuevo disfrutamos de una noche espectacular. Las temperamentales trompetas de Star Wars, el melancólico piano de Amelie, el majestuoso oboe de La Misión, el trotar de la caja en El bueno, el feo y el malo, los siempre embriagadores violines de E.T... Precioso.
Sábado al despertar, en mi cama. Todo el ritual parecido al día anterior, sin grandes sorpresas esa segunda vez. Yo volvía a sentirme cohibido con las prácticas que mi nueva amiga me demandó el día anterior y, cuando pensaba que me escapaba del trance de las tortas, sus miedos y sus placeres, Dolors me devolvió a la realidad: acarició su mejilla suave y lentamente con el dorso de su mano. No le hizo falta decir nada.
2 Comments
La prosa divertida y pizpireta de Gabriel Muñoz nos sigue atrapando.
Comienzas el capítulo y ya no puedes parar, sorpresa tras sorpresa, giro tas giro.
Divertido y cautivador.
Muchas gracias Luis. Es un placer. Un abrazo