Capítulo 3. Tulln, Güijafguon.
Un vaso de café tipo Starbucks vuela. Como si de una película de suspense proyectada a cámara superlenta se tratara, el vaso se eleva girando sobre sí mismo, se detiene en el aire, será que Harry Potter o alguno de sus amiguitos magos ha lanzado su hechizo «wingardium leviosa». Finalmente, el vaso comienza a caer muy lentamente, continúa girando. Un coche se acerca a gran velocidad, es un Volkswagen Jetta azul conducido por un anciano de unos setenta años. El vaso cae, también toma velocidad porque no está vacío, aún tiene restos de café, al menos de café.
Son las siete y media de la mañana de un sábado en Tulln, Austria. La luz brilla ya en lo alto de un cielo completamente despejado. En este país, donde el sol se despereza únicamente unos cuarenta días al año, los dos protagonistas de esta breve historia, Ferdinand y Guillermo 2.0, vuelven a Viena donde les espera la cama —dos camas al fin, aunque costara trabajo conseguirlas—, para descansar después de un largo día de… trabajo.
Todo comenzó el jueves, tres días atrás. Ferdinand, treinta y seis años, rubio, media melena, bien parecido, con cierto éxito entre las mujeres, una excelente persona. Y Guillermo. Compañeros de trabajo diez años atrás y hermanos hoy, una vez limadas las asperezas normales de la convivencia a tres bandas (ellos dos y Teresa, la santa). Los dos toman el Iberia 3572 desde la inmensa T4 del aeropuerto de Barajas en Madrid rebasadas ya las cuatro de la tarde, con unos treinta minutos de retraso y con destino a Austria, con la intención de acudir a un concierto de un tal Maic Jul Jogan o algo parecido; sí, ese, el antiguo cantante de Simple Minds. En pleno vuelo son atracados por una bellísima señorita; en la misma cabina del McDonnell Douglas MD88 —jet de fuselaje angosto—pagan doce euros con treinta céntimos por un sándwich frío, un refresco de cola sin azúcar y una triste y diminuta chocolatina. Gracias al cielo, Guillermo tiene la genial idea de pedir a la mencionada delincuente un par de paquetes de almendras, sin duda lo mejor de la comida.
—«Captin espikin». —De repente una voz les distrae de sus interesantísimas y enriquecedoras lecturas de FHM y Ronda Iberia—. «Gui jaf tu gueit for fifti minits tu get Viena guere tempetur is sisti greids … gui ar gueitin for inpruvents… zenkiufoatesion». «Es de coña: un piloto bilingüe y borracho», piensan ambos al tiempo que cruzan sus miradas, gesto previo a la gran carcajada.
Viena, finales de julio de 2008; una fina lluvia les da la bienvenida. Trescientos, doscientos ochenta, cuatrocientos treinta y cinco… segundo atraco para conseguir un coche de alquiler. Finalmente, el mismísimo Dark Vader tonton, les guía para llegar al hotel en la Landstrasser Hauptrasse, situada en el núcleo de la urbe, donde Amanda, la atenta y simpática recepcionista sevillana del hotel Embassy, recién inaugurado, intenta resolver un problema de overbooking con unos huéspedes alemanes.
— Les doy la mejor habitación —les dice a nuestros dos amigos con una preciosa sonrisa. Tal vez será la mejor habitación, pero ellos preferirían una con doble cama.
— ¡Qué error!, perdonen, la elegí pensando que la reserva era para una parejita.
Nueva habitación, nueva decepción y vuelta a la recepción.
—Amanda por mucho que te empeñes, no tenemos intención de modificar nuestra condición sexual, —dice Guillermo con una sonrisa que va desde el lóbulo de su oreja derecha, hasta la hélix de la izquierda.
Una vez que la rellenita recepcionista acaba con su ataque de risa y que consigue devolver el color pálido a tu tez, repentinamente enrojecida, les entrega la llave de una nueva habitación y… ¡no puede ser!, nueva habitación con una sola cama. Ya lo resuelven ellos solos.
Viernes, después de comer. Antes de tomar el camino del destino, Guillermo 2.0 y Ferdinand pasean por las calles y los jardines de Viena intentando asimilar la gran ración de sushi ingerida.
—Esa… sí.
—¿Qué dices?, ni de coña… yo no. Pero esta otra de verde creo que sí.
—Sí, yo la de verde también. En realidad, yo… sí a todas.
—Ja ja ja.
Nadie diría que no tienen diecisiete años cada uno.
Después de pasar por el hotel y cambiarse de ropa, conducen el diminuto Chevrolet hacia Tulln, una preciosa localidad a unos sesenta kilómetros de Viena. Tulln es un pueblo de unos quince mil habitantes que creció a orillas del Danubio, donde se celebran numerosas ferias y eventos. Una de las señas de identidad del lugar es un escenario permanente para conciertos y actuaciones, construido sobre el agua del propio Danubio y que cuenta con un par de pasarelas para los artistas. Las gradas están frente al escenario, pero en la orilla del río; todo esto en medio de un parque de cientos de árboles diferentes, caminos, rutas de bicicleta… realmente paradisiaco.
Aunque no ha llovido en todo el día, dos horas antes del recital cae una chupa de agua considerable. No pasa nada… «tu reincouts, plis»; Ferdinand, con su perfecto inglés —sin duda mejor que el del «drank captin»—, resuelve el problema en «cerocoma» y con una sonrisa para la chica de la taquilla. Seis de la tarde. La previsión es estar sobre las diez y media de vuelta en Viena para cenar tranquilamente y tomar algo por ahí y, dado que el concierto comenzará a las ocho, se dan a la weizens —cerveza de trigo rubia, típica alemana— y a las consiguientes coñitas con la camarera «as usual», para algo son recientes singles... ¡y lo que les ha costado!
Comienza el show. Juljogan, que finalmente resulta ser Mick Hucknall, cantante de los Simply Red, repasa una por una todas las canciones de su primer trabajo en solitario. Tribute to Bobbie es un disco a modo de homenaje al cantante de soul y blues Bobby Bland, conocido como «El León del Blues». Impresionante concierto que va de menos a más. A estas alturas, después de treinta minutos de música, Ferdinand y Guillermo son ya amigos del alma del matrimonio y la hija que ocupan los asientos de atrás; concretamente los de la fila cuatro. Risas, canciones, idas y venidas al servicio —mucha weizen, por lo que parece— y vuelta por el pasillo bailando; Guillermo está sembrado. Fer también necesita evacuar y, cuando vuelve del excusado por el pasillo, se encuentra ya con el pastel: Guillermo ha abandonado su asiento, su cerveza, sus palomitas, los amiguitos, todo y se ha dado al dancing en la fila cero con dos paisanas. Y, por supuesto, a partir de ese momento ya son cuatro en la improvisada pista de baile.
—¿De dónde sois?, ¿estáis aquí de vacaciones?, ¿dónde? —le preguntan a Guillermo, que está ya intentando intimar con una de las dos compañeras de aventura, María. En el mismo instante en el que este le comenta que han venido por el concierto y que les encanta Simply Red, la chica no tiene por menos que darle un abrazo tipo «Gran Hermano», el primer «Gran Hermano». Las dos chicas resultan ser una mujer separada, pero con novio, y su hermana, hijas, las dos, del alcalde de Tulln… la cosa promete. Pasados unos minutos la fila cero se ha convertido ya en el lugar de expresión rítmica de la mayoría de los asistentes al evento.
Rondando las diez de la estrellada noche, el show termina con el Money´s too tight to mention, único tema de Simply Red interpretado por Hucknall esta noche. Mientras Ferdinand comienza a extender su red de contactos, Guillermo acompaña a su amiguita para intentar fotografiarse con el artista, quien finalmente aparece con su retoño de menos de un añito. El bebé, que ha asistido al concierto en su totalidad a bordo de su Jané y en la primera fila, resulta ser una réplica exacta a escala del cantante de Manchester.
Guillermo pierde la pista de su amigo por momentos. Este ha conocido ya a los amigos y la mujer del alcalde, ha tomado sus emails y se han realizado una gran foto de familia. Guillermo intenta convencer a Maria para que olvide, al menos por esta noche, a su novio, un cincuentón trasnochado y lamentable, según él, por supuesto; ¡habría que verlo!, quizás es un apuesto fibroso joven de ojos azules, ¡quién sabe!, pero él está empeñado en lo contrario, e incluso tiene la desfachatez de hablarlo con la mujer del alcalde:
—Dile a tu hija que se olvide de su novio viejo ese. —¡Cómo se puede tener tanto morro!
—No me digas más —dice la señora—, que ya estoy yo harta también de él. —Esto es de coña, ¿qué está pasando aquí?
Fer ha conocido ya a los amigos de la familia real que, por cierto, a estas alturas, once y media de la noche, ya está en retirada con el patriarca seriamente perjudicado por el alcohol.
—«Yu ar de espanis gais samguan tol mi» —se escucha a los lejos; ¿pueden ser ya famosos estos dos personajes en tan solo seis horas de permanencia en la localidad? Paralelamente, en un chiringuito tipo playa a unos doscientos metros de la zona del concierto, a donde les han llevado casi en volandas, Ferdinand ha comprado una botella de vino para el ya gran grupo de amigos. Menudo crack, ¡grande Pocoyo!, con un solo movimiento se ha metido al selecto grupo de Tulln-orenses en el bolsillo. Uno de ellos, al ser presentado a Fer, deja plantado al resto y sale despavorido a buscar a… ¡su perro!
—Aquí os traigo a mi perro, para que lo conozcáis, porque se llama como tú, Fernando. —Más madera.
El siguiente en aparecer, que les es anunciado con bastante antelación, como si de un aristócrata se tratara, resulta ser una persona con mucho poder en Tulln. Es el regente de una oficina bancaria, quien también da buena cuenta del vino.
Ferdinand ha establecido contacto con una señorita de veinticinco años, también rubia, también bien parecida, «ofcors». Pasado un rato, al darse cuenta de que realmente es la mujer del mafioso banquero, se dirige presto a pedir disculpas al que entendía podría ser un marido herido, un mafioso y poderoso marido herido.
—«Dontguorri» —le dice el austriaco de ciento veinte kilos y un metro noventa de estatura—, y tómate otra, que pago yo.
Dos más, en este caso un tipo raro de unos cincuenta tacos, casado y con tres hijos —cada persona que aparece les cuenta su vida y milagros—, baboseando a su nueva amiga: una morena de pelo rizado y ojos hundidos que, por cierto, es sospechosamente simpática con Guillermo. Más copas, helados, cócteles... ¡Nos movemos! El mafias se saca de la manga un garito en el centro de Tulln de lo más pintoresco, con ambientación de película de terror, dos barras, gran pista para bailar; un local propio de una gran ciudad más que de un pequeño pueblo como es éste. Casi la totalidad de la troupe del chiringuito se desplaza animosa cual caravana de carnaval. Ambiente de menor media de edad y de nuevo: «Ah ¿vosotros sois los españoles del concierto?». Se les agasaja con una botella de ron y multitud de refrescos para hacer combinados de importación a la medida de las necesidades individuales de cada uno. Pasado un breve espacio de tiempo, Fer ha establecido contacto con un ochenta por ciento de la población del garito. Muchas risas. Muchas más risas.
Pasan los segundos, los minutos y las horas. Mientras, Guillermo ha entrado en modo acoso y derribo con «ojos profundos», que a estas alturas ya ha tenido acercamientos serios con nuestros dos protagonistas… LOS DOS. Vive sola con su animal doméstico porque sus padres, personas con gran tradición religiosa, han muerto muy recientemente. A ella le parece que aún cohabitan los cuatro. Guillermo le propone terminar la noche en su casa, con una única condición: meterse en la cama con ella y con Ferdinand, que en este momento está ya camino del camino de preguntar dónde está el camino que le lleva al camino del aparcamiento donde está el coche… mucho alcohol compañero.
No parece ser el momento adecuado para propuesta de pecado a tres bandas y la morena declina la invitación —para ella sería como profanar la memoria de sus progenitores—, a pesar de las insinuaciones indirectas de Guillermo: «Nunca lo has hecho y te encantaría, lo sabes y, además, lo has pensado un montón de veces; dime que no es así». Mutis.
Seis de la mañana. Ya ha amanecido en Tulln. Guillermo va en busca de su amigo, llega al coche, abre la puerta y no puede parar de reir durante minutos pensando en todo lo que ha sucedido. Fer se despierta, está fatal, pero se muere de la risa también y accede a ir a tomar un café en una panadería que ha abierto ya, ¿Para qué abren las panaderías alemanas a las cinco de la madrugada? Nadie sabe, pero en este caso está claro que tenía sentido: había que atender a los dos spanish. Dos cafés en vaso de cartón tipo Starbucks, dos pedazos de pan con tomate tipo pizza y a descansar en la solitaria terraza del bar adyacente que, este sí, está aún cerrado.
Nuestros amigos no salen aún de su asombro, son casi incapaces de recordar todo cuanto ha ocurrido en las últimas doce horas. Intentan rememorar cada segundo de la noche y paladear el sabor del éxito de todo lo acontecido. Es en este preciso instante cuando una señora mayor, austriaca sin duda, aparece caminando por la solitaria calle peatonal en dirección a la panadería. Pues sí, definitivamente, los austriacos compran pan a estas horas. Mientras se acerca, podría parecer que está hablando sola, pero no, se dirige a Fer y Guillermo 2.0 en su perfecto alemán:
—«Morguen, empujen, estrujen, bajen».
—No la entiendo, señora, yo solo «espikin inglis».
En este momento aparecen en escena dos jovencitos, tras la señora, con cierto aire de revancha; estos sí son conocidos, estaban en el garito del miedo, pero allá no parecieron estar demasiado contentos con los españoles, puesto que fueron de los pocos que tuvieron lo osadía de no hablar con ellos en toda la noche. Se acercan, sí, pero les cuesta porque su nivel de alcohol en sangre les permite únicamente avanzar en zigzag y mantener a duras penas el equilibrio.
—«Estandap NAU, dis is not a spanis fakin siesta», —les increpan en tono amenazante.
Guillermo, que a estas alturas ha recobrado ya la sobriedad, se levanta despacio para evitar el conflicto que se aproxima, pero Ferdinand no está dispuesto a sufrir más vejaciones como la de la última partida de mus en dardos en copa KO, donde el equipo contrario, en la gran final, consiguió sacarle de sus casillas, encabronarle y, a raíz de ello, remontar la partida para proclamarse campeones por nueve a ocho en la muerte súbita.
—Tranquilito, eh, «coldepolis» —espeta nuestro amigo el rubio.
La cosa empieza a subir de tono. La mujer se interpone entre los dos borrachos y empieza a marcar el teléfono de la policía. A todo esto, el austriaco, ante Ferdinand excitado y con ganas de resolver las diferencias de la peor manera posible, se ha hecho ya sus necesidades mayores en el pantalón y recula.
Se van, prefieren no tener pelea hoy, ya tendrán otra oportunidad cualquier noche en la sala Sol o en El Banco. Se van, sí, pero Fer les deja su regalo: a menos de dos metros se despide de ellos entre lanzamiento de besos con frases irreproducibles.
«Se acabó, volvemos sanos y salvos», piensan los dos al tiempo, como conectados por algún canal telepático. ¿Se acabó? Vuelven al coche, no obstante, con cierto aire de impotencia.
—Volvamos al bar para «hablar» con ellos —interpela Ferdinand.
Guillermo, que conduce el coche, se mete en la bocacalle anterior a la peatonal, pero para el coche y reflexiona.
—Si vamos, no es para otra cosa que forrarnos con ellos.
—Está bien, no te veo muy convencido y realmente es mejor no ir —dice Fer.
Parecen los protagonistas de alguna de las mil películas de navajeros de los ochenta decidiendo si dar un palo a la farmacia de la esquina. Marcha atrás, un metro, dos metros, tres me… freno, primera…
—A por eeeelloooooos, uuuuuuaaaaaaaaaahhhhhhhhhh. —Un sonido gutural, casi indescifrable sale por la boca de Guillermo.
—¡Este es mi colega! —Es la predecible respuesta de Fer preñada de testosterona —. Vamos para allá, amigo.
La adrenalina sube por momentos, hay que matar o morir en Tulln. El coche da la vuelta a la manzana y enfila la calle peatonal, de forma lenta, desafiante, como el forajido que dirige sus pasos de forma cansina hacia su destino frente al sheriff. Y allí están, esperando provocadoras, inmóviles... las sillas y mesas de la terraza del bar vacías; nadie en la calle peatonal; como si al aparecer aquel forajido, el más temido, todos los habitantes de la ciudad hubieran corrido despavoridos a esconderse en sus casas y a mirar por la rendija de la persiana el desenlace de la contienda. Solo quedan los restos del desayuno. Todos los restos, salvo uno de los vasos de café.
Vuelven definitivamente a Viena, despertando al personal, dejando recados e insultos por las calles aún dormidas de la localidad, más por desesperación e impotencia que por otra cosa.
El sol brilla ya en lo alto del cielo, la carretera de doble sentido que conduce a la autopista hacia Viena está vacía. Un coche se acerca en sentido contrario. Guillermo baja la ventanilla, calcula, y lanza su vaso hacia el cielo cuando el coche está aún a cincuenta metros. Como si de una película de suspense proyectada a cámara superlenta se tratara, el vaso se eleva girando sobre sí mismo. Se detiene en el aire. Es Harry Potter que ha lanzado su hechizo «wingardium leviosa». Finalmente, el vaso comienza a caer despacio. El coche se acerca a gran velocidad, es un VW Jetta azul conducido por un anciano de unos setenta años. El vaso cae, también toma velocidad porque no está vacío, aún tiene restos al menos de café. El parabrisas del coche y el vaso tienen un encuentro feliz. ¿Qué habrá pensado el anciano? ¿Habrá podido reaccionar? ¿Habrá tenido un accidente por el susto?
—Te jodes, cabrón.